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En la nostálgica noche

Apoyado en el alféizar de mi ventana, en mi ciudad, en una calurosa noche de verano buscando la forma de conciliar el sueño, contemplo el cielo. Es pobre y mis ojos se dirigen al único faro nocturno: la luna; aquella solitaria en la oscuridad de Europa y me viene al recuerdo nuestro cielo en Karemeno, aquel lleno de vida, de formas diversas, las hijas de la luna, sus estrellas que no se cansan de dibujar en lo alto como símbolo de su fertilidad.

Pienso en los días allí pasados, lejanos en el espacio, pero muy cercanos en mi corazón. Primero en ellos, la familia creada y siento que mis palabras hacen eco de su sentimiento.

El nuevo hogar se asoma entre las casas de Karemeno, su techumbre lo cubre, como una mano de una madre sobre la piel de su hijo. Pequeño hogar, pero robusto a la espera de sus primeros moradores.

La noche se espera larga y no dudo en dejar a mi memoria escapar como un antílope perseguido. Los días de Nakuru, la belleza de su lago; fuente de alimento para aves y peces, nuestros últimos viajes a Rongai, las vistas de la ciudad de Nairobi, su congelado tráfico…Pero son ellos a los que mi memoria parece ahora dedicar un tiempo.

Tantas almas encontradas, como una nueva existencia vivida, los hermanos, los obreros, los alumnos…Mis ojos agotados los contemplan en nuestro astro, aquel que todo compartimos, sea cual sea el color, pues siempre es testigo de la noche del mundo. Es en la luna, donde recuerdo todo. La alegría de compartir, el cansancio de una buena jornada, la tristeza de la marcha, las lágrimas del adiós, que bien sé que no será eterno, que parte de mí está allí en las tierras centrales, que el monte Kenia las custodia en sus almas.

Pasados los minutos, el sueño y Morfeo me piden volver a la cama. Vuelvo al interior dónde está mi familia dormida a la espera del nuevo día. Miro de reojo a la luna, sonrío y le doy gracias a Él por los míos, por volver, contar todo y ser la voz de tantos afligidos.

Tumbado oigo en mí, el grito de la garza, los timbales, sus gritos, sus cantos inspirados desde el interior y me revuelvo en la alcoba lleno de melancolía. Noto la pequeña bendición del hermano, sus palabras y me siento pleno, lleno de alegría a la vez que mis párpados se vencen al poder de la noche.

CAE LA TARDE.

La mañana ha dado paso a una tarde tranquila y apacible, dónde los gorriones descansan en las copas satisfechos tras alimentar a sus crías, la brisa duerme y el sol perfila el monte Kenia y proporciona sus mejores virtudes: el calor. Aquel deseado por todos los seres de las tierras centrales, sus horas favoritas de descanso.

Ese calor infunde a su vez una triste melancolía al grupo, pues los días empiezan a desvanecerse como arena llevada por el fuerte viento y es ahora cuando se acerca el adiós entre ellos y nosotros, parece romperse esa unión tribal construida en juegos de red entre ambos, invitados en sus espacios con té y adentrados más en su realidad.  La vida nos regalará recuerdos, sensaciones y emociones con los pequeños, que cada uno guardará en lo más profundo de su ser.

Se nos ha conmovido el alma en tantas ocasiones y las lágrimas alguna vez han lavado nuestros rostros. Unos simples globos vuelan sobre las secas hierbas, sus redondos ojos los divisan en lo alto y enloquecidos, sus cuerpos se entornan alegres, como himnos y cánticos que corren por su cuerpo, que les invitan a danzar bendiciendo aquello que creen y poseen.

El hogar de piedra se divisa ya en el horizonte y se manifestará siempre como testigo de nuestra presencia, sus viejas maderas le abrazan como cada uno de nosotros impregna en él algo de su tiempo y de su historia.

Quizás es en la sencillez de una tarde dónde se encuentra el verdadero sentido a la esencia de la vida. El despertar ha sido una lucha de la naturaleza, la mañana el conocimiento y la tarde se presenta ahora como el tiempo para mirar dentro de uno. Se ha abierto un sendero que lleva a la noche, al fin de las horas pero que deja un hálito de esperanza pues se dibujan todavía nuevos paisajes. No es el fin. La nueva protagonista será la luna, aquella solitaria en la noche, bella, engalanada de rojo como muestra del calor, de la sangre de los hombres que han unido sus existencias para la eternidad.

ALBOR KIKUYU

Y amaneció. Se despertó el día, la luz se hizo ver entre las oscuras nubes de estas tierras, el viento se congeló tras una noche estruendosa golpeando en los tejados, los primeros seres como brotes frescos colorearon el paisaje, las garzas con su fuerte lamento y el sol como el rey de la mañana daba a cada uno su fortaleza, tímido hacía su entrada para hacerse poderoso entre la brisa dando lugar al alba.

La mañana en Karemeno se figuraba en una lucha de la naturaleza, muy pareja a la aurora de nuestro grupo. Cada uno su función, como un entramado de arañas, se disponían a sus quehaceres contra perezas y fatigas. Continuaban así su gran tarea.

La pesada y eterna arena, las piedras en sus distintas vertientes y el grisáceo polvo, los compactaba en una argamasa perfecta que servía de una base ya terminada tras jornadas de labor. Siempre hay debilidades, aunque los cimientos son sólidos, necesitan horas de soledad, vientos para la erosión, aguas tibias y molestas para su perfecta composición. Igual que los miembros añoran a sus seres, roces entre piedras que provocan chispas, la construcción de la casa se unía a la de la comunidad. Bien sabemos que es necesario todo, en esa debilidad nace nuestra fuerza, la ocasión para conocernos, amar a quiénes tenemos y contemplar el regalo que nos hace la vida.

Se reparten sus hilos, unos con sus talentos llevan a las perlas del lugar, los niños, para cuidarlas en salud atravesando caminos hundidos y escabrosos, otros refuerzan el entramado con juegos, cantos y bailes, una niña  lucha por correr aun sabiendo que no ganará la carrera, pero su esfuerzo es más valioso que el mejor corredor del país, unos ojos grandes dilatados por la pobreza agitan el corazón, maestros que con maderas y delgadas tizas calculan, leen y cantan, mujeres anónimas como Grace que con sudor y sin logros humanos elaboran deliciosos sabores.

La mañana kikuyu se hace estable, el grupo es consciente de pertenecer a la tierra que le ha acogido, la misma sangre corre por sus venas y sus sonidos ya le son familiares. Los cimientos ya son sólo una roca poderosa a la espera del tiempo, sea cálido o brumoso como las colinas verdes del Aberdare. Pero finalmente la luz aparece, rompe la tiniebla, el gris del cielo y muestra su cara más amable de la vida, seres escondidos en parques inmensos, el agua se arrastra con virtud luciéndose en una caída como las grandes telas de los moradores.

El despertar se ha hecho presente y avanza muy presto hacia la tarde, la mitad del camino recorrido y en sus días pasados nos invaden sensaciones que no volverán a repetirse. Muy decididos continuamos, pues el tiempo no perdona en Karemeno.

AMANECER EN KAREMENO

La aventura dio comienzo desde nuestras seguridades, nuestro hogar, pero empujados y enraizados como un fuerte lazo nos unimos, ayudados por los nuestros, los más cercanos. Aquel avión dejó una estela en el cielo, donde se iban esfumando nuestras comodidades y se iba dibujando una pequeña historia de amistad. Horas interminables que se hicieron más que ligeras junto al otro, el grupo ya empezaba a dar señales de vida. Contemplar la belleza del Cuerno de Oro desde las nubes y sus mezquitas, hizo de Estambul, un pequeño cuadro en nuestros ojos, asombrados bajamos a tierra, para disponernos en la siguiente travesía nocturna; ahora hacia el corazón de África.

Pisar la tierra del origen de la humanidad, aquella tierra maltratada, desposeída de tanto, que ahora nos acogía con los brazos de los hermanos: Sthepen, Mike y Sam. Los primeros miedos de ocho occidentales, con sus rectas mentalidades hicieron su aparición en aquella furgoneta amarilla, cuyos movimientos parecían ser el de un elefante enfadado. Atravesar Nairobi para dirigirnos a un lugar desconocido por las guías de viaje, pero que con los días sería nuestro hogar: Karemeno.

De la noche, nació el día y nuestros ojos de niño, pudieron ver la grandeza de África. Arropados, pegados unos a otros, frío y a la vez calor, todo necesario para llegar a conocer la riqueza de Kenia: sus hijos, aquellos que la vida ahora nos daba la oportunidad de conocer en nuestro destino.

Nuestra casa, nos cobijó en las primeras horas del alba. Como una familia establecimos espacios y un gran salón para nuestras tertulias y juegos nocturnos. Saciados y prendados por tal acogida, sentimos que daban todo lo que tenían, su comida, su esfuerzo y trabajo. Excelentes platos, bendecidos antes por nuestra oración, dando gracias siempre a Él por los bienes recibidos. Del alimento de cuerpo, pasamos al alimento del alma. Introducidos en su mundo, su cultura, su música, quedamos admirados, fortalecidos al asistir, a la gran fiesta de su Eucaristía. Fuimos presentados y Emilio hizo eco de la alegría de cada uno de nosotros.

Estas líneas no tendrían tanto sentido, si dejara en la pluma nuestro proyecto. Una nueva casa para una familia. De aquel pastizal duro, lleno de raíces, su tierra roja y seca, fuimos dándonos para ir cimentando el nuevo hogar y a la vez nuestras relaciones, pues sirve a día de hoy como campo de trabajo y de limar asperezas. No fue una tarea fácil establecer aquella base. El sudor, el calor ecuatorial, los vientos de los Aberdare se unían a los múltiples esfuerzos por ahondar más en la tierra, que se nos presentaba como imposible. Gracias a todos pudimos, ya fuera cantando, bailando o cavando. Nuestros compañeros de fatigas, los lugareños empezaron a encontrar sentido a nuestro trabajo, estableciéndose así una unión de pueblos y sentidos, rompiendo los límites de lengua y cultura.

Los niños son la riqueza de Kenia, es el verdadero oro que debe aquilatarse. Sus miradas son tan profundas como diversas, unas nos muestran unos ojos de valor, fortaleza y juventud como las de nuestro colegio de Karemeno, pero otros pobreza, soledad y tristeza en los caminos hacia Nyeri dónde pasamos una jornada entrañable conociendo la realidad de una ciudad del continente y New City, el pequeño poblado de agricultores, pastores y pequeños comerciantes.

Sabemos que es en el encuentro con el Otro, dónde está el verdadero sentido de nuestra estancia, ya sea con los hermanos que nos acompañan y nos han dado su casa, los trabajadores que conviven y son testigos de nuestro sudor y nosotros de sus realidades, los niños que corren, sonríen, nos buscan y se esconden entre las acacias, pero ante todo está ese encuentro en el amor entre nosotros, la unión y la fortaleza para seguir haciendo lo que Él tiene preparado para cada uno.